Ahora tengo faena. Hace unos días que tengo como tarea principal en la vida, aparte de la de aparearme, el pintar un estupendo piso de 90 metros cuadrados, lugar donde cualquier hijo bien nacido quisiera pasar sus días de juventud, porque los de vejez, si es que llego a verlos, tengo claro que los pasaré en Benidorm bailando los pajaritos con María Jesús y su acordeón.
No es que me dedique a la pintura, ni mucho menos, sino que tengo que dedicarme al oficio de la brocha gorda por necesidad y capricho, a partes iguales. Capricho para pintar el piso como si fuera un parchís, o sease, cada habitación de un color y necesidad porque no tengo ni un euro, siquiera alemán, para ello.

Como el jóven de hoy es pobre y montañoso, me dirigí a la tienda china que hay frente a mi antigua casa (la actual, pero que en breve dejará de serlo) y compré un rodillo junto con una bandeja de esas que sirven para dosificar la pintura.
Pues bien, el martes procedimos mi señor ayudante y yo a pintar el salón de un azul monísimo, con un rodillo de los "güenos" comprando en una tienda de pintores profesionales (de esos que van vestidos de blanco) y el dosificador de pintura made in china. Y en qué hora.

El miércoles, al descubrir como había quedado nuestra obra de arte, nos sumimos en la desesperación, casi bordeando la locura, porque se notaban todos y cada uno de los brochazos y rodillazos que dimos en la pared... Total, que investigando nos hemos dado cuenta que el causante es el maldito dosificador de pintura. Este veredicto ha sido estipulado después de pegarnos otro hartón dándole una segunda mano a la pared con idéntico resultado.

Hoy, si el tiempo y la autoridad lo permite, procederemos a dar la tercera mano. Eso sí, con un dosificador que no lleve consigo una maldición gitana.

A veces, solo a veces, lo barato sale caro.